El reino de Jerusalén era, o así se consideraba, una potencia de primer orden en el tablero de Oriente Próximo. Continuó, mientras pudo, la política de alianzas con los emiratos musulmanes disidentes como Damasco y, cuando esto no era posible, se convirtió en promotor de proyectos fantásticos. Amalrico (1162-1174), rey de Jerusalén, intentó cinco veces la conquista de Egipto.
Para coronar su sueño, tejió un intrincado sistema de alianzas políticas que implicaron a las fuerzas militares del Oriente latino, a Occidente –convocando una nueva cruzada– y al Imperio Bizantino. Lo extraordinario no es tanto la grandiosidad de su idea –que retomó san Luis con ocasión de la VII cruzada, de 1248-50– como el hecho de que estuvo a punto de hacerla realidad, tanto que obligó a Egipto a pagarle tributos y su ejército puso sitio, con escaso éxito, a Alejandría (1167), El Cairo (1168) y Damieta (1169). Amalrico no era un insensato. Su proyecto no trataba tanto de la conquista de Egipto como de evitar la formación de un Imperio musulmán que comprendiese Siria y Egipto y en el que se empeñaron, primero, Nured- Din y luego Saladino (1174-1193).
Las campañas egipcias de Amalrico pusieron fin a una época. Tras ellas, los Estados francos cayeron en una progresiva debilidad político-militar. Por eso, tras su victoria en Hattin (4 de julio de 1187), a Saladino no le resultó muy difícil situarse a un paso del triunfo definitivo. La toma de Jerusalén por Saladino, el 2 de octubre de 1187, constituye uno de los momentos culminantes de la historia del Oriente latino. En poco tiempo, el reino de Jerusalén, el principado de Antioquía y el condado de Trípoli fueron casi borrados del mapa, pero lo sorprendente fue que, en el transcurso de pocos años, se inició un proceso de reconquista, aunque el nuevo reino de Jerusalén no alcanzaría las antiguas fronteras y tendría que contentarse con un territorio limitado entre Jaffa y Beirut, privado de la antigua capital –ocupada de nuevo sólo por breve tiempo (1229-1244) – y además sin un auténtico dominio del interior. Los otros dos principados padecieron un reajuste similar.
El Oriente latino se transformó en un mundo más complejo, que proyectó sus intereses hacia el reino armenio de Cilicia –llamado Pequeña Armenia– y hacia el rico reino de Chipre. Por una parte, las ayudas de Occidente, en forma de nuevas expediciones militares y, por otra, la renovada unidad de las fuerzas más emprendedoras del mundo oriental habían dado nuevo vigor a la iniciativa cruzada. Si la bizantina Chipre había sido una conquista, esencialmente, del inglés Ricardo Corazón de León (1191) –que después de la Tercera Cruzada había considerado oportuno cederla a una familia del lugar, los Lusignan– en el caso del nuevo reino de Cilicia. Fue decisiva la decisión del soberano armenio León de reconocer la supremacía del emperador de Occidente (1198), para formar con los francos un frente común contra musulmanes y bizantinos.